El Estado de derecho está constituido por tres elementos básicos: el poder público debe tener su origen en la soberanía popular, el poder debe estar limitado democráticamente, y el poder se justifica y legitima si garantiza derechos humanos.
El primer elemento en nuestro país sigue siendo muy débil, pues aunque contamos con elecciones de un poco más calidad que en el periodo del partido hegemónico, después del fin de éste, los poderes fácticos (televisoras, radiodifusoras, grandes capitales privados, partidos, sindicatos, etcétera) son los que controlan el aparato del Estado. El poder público está a su servicio y no al de los ciudadanos.
El sistema electoral presenta deficiencias indudables. Aquí al menos las siguientes:
1) Las campañas se hacen en los medios y la autoridad electoral no tiene competencias legales suficientes para salvaguardar la equidad en las contiendas.
2) El financiamiento privado está sin control en las antecampañas y precampañas, lo que propicia que quien defina las elecciones sean los grandes capitales privados con corrupción añadida.
3) El financiamiento público es excesivo, al igual que la duración de las campañas.
4) Los instrumentos de fiscalización de la autoridad electoral son débiles.
5) Las nomenclaturas de los partidos controlan el proceso político.
6) No existen mecanismos de democracia directa ni candidaturas independientes.
7) Los partidos no funcionan democráticamente hacia su interior, lo que avizora la consolidación de una partidocracia mexicana, y un largo etcétera, que manifiesta que el sistema electoral no es expresión ni está destinado a la ciudadanía sino a otros intereses.
El poder público no se encuentra limitado democráticamente. El Poder Judicial mexicano no es independiente, no garantiza el acceso a la justicia a los ciudadanos ni es eficiente. Según datos del propio Poder Judicial Federal, de cien amparos presentados por los ciudadanos, 75 por ciento se sobresee (esto es, no se entra al fondo del asunto, pues alguna causa procesal lo impide), es decir, el Poder Judicial decide, pero no resuelve los grandes problemas económicos, sociales y políticos del país.
Es, además, un poder controlado por la Presidencia de la República y las mayorías legislativas que controlan el Senado, debido a un deficiente mecanismo de nombramiento de los ministros, que no le da a la ciudadanía participación en las designaciones. La cultura jurídica nacional se distingue por su formalismo, no se orienta a la protección de los derechos humanos ni a la salvaguarda de los principios democráticos.
La jurisprudencia obligatoria de la Suprema Corte, en contravención de lo señalado por la ley suprema, impide que los jueces locales y autoridades administrativas interpreten las leyes secundarias desde la Constitución, lo que propicia el incumplimiento y el divorcio de las autoridades no federales respecto a la Constitución.
El Ministerio Público es un órgano político de defensa a los que se consideran políticamente cercanos, como los hijos de Marta Sahagún, o de ataque a los adversarios políticos, como se demostró en el proceso de desafuero de Andrés Manuel López Obrador. El proceso de investigación es deficiente, es sobre todo inquisitorio y no acusatorio, y suelen realizarse las investigaciones sin garantizar los derechos humanos de los acusados.
El Ministerio Público tiene indebidamente el monopolio de la acción penal, lo que en los hechos significa que si el Ministerio Público no desea consignar un caso, es difícil que ello se produzca aunque las decisiones finales del Ministerio Público sean revisadas por el Poder Judicial Federal. Es, además, muy escaso el número de consignaciones en relación con el número de denuncias y querellas presentadas por los ciudadanos, lo que significa impunidad.
Ningún órgano constitucional autónomo –Banco de México, IFE, Comisión Nacional de Derechos Humanos– lo es a plenitud. Como demostró la elección federal de 2006 con el IFE, estos órganos suelen estar penetrados por los poderes formales o los poderes fácticos (medios de comunicación electrónicos, partidos, sindicatos, organizaciones empresariales, intereses trasnacionales, iglesias, etcétera).
El Poder Legislativo está necesitado de una gran reforma que lo democratice y lo ponga al servicio de los ciudadanos. No rinde cuentas a los ciudadanos, las comisiones del Legislativo –que son sus órganos fundamentales– no cuentan con el marco legal adecuado para tramitar en tiempo y forma las iniciativas de reforma o para controlar al Ejecutivo, se carece de un estatuto del parlamentario y de mecanismos que eviten la corrupción en su interior. Los legisladores han dejado de ser representantes de la nación y ahora lo son de los poderes fácticos.
La democracia en México, si se puede llamar así, es delegativa. El ciudadano vota cada tres años pensando que es libre, pero carece de instrumentos de control interelectoral. No hay mecanismos de accountability ni de rendición de cuentas fuertes. La transparencia al poder, impulsada en este sexenio, no va a la médula del poder, se queda en los poderes formales y no atiende a los poderes fácticos.
En estos días, Vicente Fox ha enviado al Congreso una iniciativa de reforma constitucional para que los partidos transparenten su vida interna, los recursos que emplean y el patrimonio que ejercen, lo que parece bien. Sin embargo, se olvidó del poder fáctico más importante: los medios de comunicación electrónica, que también deben ser sujetos obligados de las leyes de transparencia, por el papel que han acumulado en la videocracia que padecemos.
El sistema jurídico y político no se orienta a la protección de los derechos humanos. Los derechos económicos, sociales y culturales carecen de medios de garantía jurídica. En México, para luchar por estos derechos, los ciudadanos tienen que hacer marchas y plantones y no como se debiera, acudir a los tribunales para reivindicar una vivienda, un hospital, una escuela, etcétera. El juicio de amparo –orgullo nacional– es una institución individualista y decimonónica, sin utilidad real de cara a los derechos humanos de los ciudadanos.
Necesitamos mecanismos procesales de protección a los derechos colectivos e intereses difusos que hoy en día no existen. El sistema judicial requiere una profunda reforma para darle a cada ciudadano la acción popular de inconstitucionalidad. Las minorías deben tener acceso a los medios de comunicación electrónica a través de los tiempos del Estado para que realmente tengan voz. Todo el sistema, en cada uno de los poderes y órganos, debe incorporar mecanismos participativos y deliberativos.
López Obrador tiene razón en su crítica a las instituciones. No tendremos el fin de la transición hasta que tengamos un Estado de derecho pleno. Las instituciones no cumplen con sus fines sociales. Ha sido un error concebir la democracia y la transición sólo en términos electorales. La manera de estar en el siglo XXI es con un Estado fuerte para que exista y se desarrolle una sociedad civil fuerte.
JAIME CARDENAS
* Doctor en derecho, investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM y ex consejero electoral del IFE.
jaicardenas@prodigy.net.mx
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